Relatos tras el café humeante | Humo en la costa

   Retomaré en esta ocasión, el relato de las andanzas de aquel grupo de cautivos del siglo XVII que consiguieron escapar de sus captores para enfrentarse a nuevos retos. El comienzo de sus aventuras se narra en la anterior entrada Un nuevo comienzo. Enumero las que fueron publicándose tras esta, por si interesara hacer un seguimiento de todo lo que les sucedió:

El almirante neerlandés

El nuevo capitán

En la costa francesa

Importante decisión

El ardid del capitán

   Entraré pues en materia… 

   Habían pasado dos días con sus correspondientes noches; un par de tentativas fallidas, en otras tantas poblaciones marítimas, para encontrar esos nuevos tripulantes que tanta falta les hacían. Tampoco habían conseguido dar con un nombre adecuado con el que bautizar su bergantín.

   Aquella mañana navegaban bordeando la costa gallega. Hasta el momento habían tenido los acantilados a su izquierda, pero estos acababan de dar paso a una extensión de tierra más llana con un par de bosquecillos limitando a una estrecha playa.

   Desde el castillo de popa, el capitán observó a través de su catalejo y escudriñó, más allá de la zona arbolada, unas columnas de humo que ascendían hasta perderse en el cielo azulado. Le preguntó al vigía que se encontraba en su puesto en lo alto del palo mayor y este le comentó que podría tratarse del humo que saliera por las chimeneas de las cabañas de una pequeña aldea pesquera que parecía situarse allí; solicitó entonces la presencia de su segundo; seis ojos podrían ver mejor que dos.

   —Ese humo no proviene de las chimeneas de las casas —expuso Francisco—. Se extiende mucho más.

   —Sé lo que estás pensando —dijo Juan—. Pero no tiene porqué ser algo malo… Es posible que todos los de la aldea estén realizando una actividad conjunta… o incluso celebrando una fiesta.

   —¿Y si no es así y se trata de lo que estoy temiendo?

   Su amigo comprendió la preocupación que asaltaba al comandante de la nave; realmente era posible que no fuera errado.

   —Si te parece, me llevo unos cuantos en un bote y nos acercamos a la playa a ver qué descubrimos.

   El otro asintió. Ya se había vuelto habitual esa forma de actuar; para no comprometer la vida del capitán, sus tripulantes efectuaban los reconocimientos iniciales en tierra firme y, si todo acontecía sin sobresaltos, avisaban a su líder para que se les uniera a posteriori. Un procedimiento con el que Francisco no estaba del todo de acuerdo, ya que pensaba que él también debería correr con los riesgos iniciales; pero admitía que debía hacerse así, al menos hasta que todos los que servían en el bergantín alcanzasen un adiestramiento óptimo en el desempeño de sus labores y ya no dependieran tanto de él y de los pocos veteranos.

   Se ordenó echar el ancla y botar una chalupa. El capitán permaneció en segundo plano limitándose a comprobar como los demás ejecutaban las indicaciones marcadas, y no le desagradó del todo; quedaba patente que iban adquiriendo la necesaria experiencia y que había una cierta cohesión entre todos ellos; se congratuló, puesto que lo estaban consiguiendo gracias al esfuerzo común.

   Entonces le llamó la atención un pequeño revuelo que se había formado en cubierta. La molinera Dorotea y la recién nombrada intendente Suzanne, vestidas con ropa de hombre y portando sendos arcabuces, insistían en formar parte del grupo de exploración. El segundo al mando no estaba de acuerdo aludiendo a su falta de preparación.

   —Si no participamos en nada, nunca llegaremos a estar preparadas —argumentó Dorotea.

   Algo apurado, Juan dirigió una mirada a Francisco, como preguntándole si debía acceder a la petición de ambas mujeres. El capitán consintió con un leve movimiento de cabeza bajo la atenta observación de la molinera que, al comprobar que daba su conformidad, le obsequió con una pícara expresión en su rostro, tal vez anticipándole una posible recompensa para más tarde. Él sonrió al tiempo que negaba con un gesto de la mano dando a entender que no era menester, aunque lo cierto era que creía estar obligado a tener cuidado en no dejarse llevar por ese tipo de cosas.

   Mary, la joven africana, ataviada con una indumentaria harto liviana y llevando un carcaj de flechas junto a un arco que ella misma se había fabricado con madera de tejo, le saludo mientras corría para incorporarse en última instancia a la partida de reconocimiento. Y, a pesar de haberse cruzado ante sus ojos como una exhalación, lo cierto es que esa imagen ya había quedado grabada en su mente y en la de los que en ese instante se hallaban en cubierta; no se trataba tan solo de la ligereza de las ropas que la cubrían; tanta piel negra al descubierto, esa ornamentación al estilo de una cazadora nativa y su actitud desafiante… imponían mucho respeto.

   Desde la balaustrada, el capitán observó como todos los que formaban parte del grupo de reconocimiento terminaban de acomodarse en el interior del bote para después, sin más dilación, comenzar a bogar con fuerza. Juan, a cargo del timón de la pequeña embarcación, se despidió de él agitando la mano. Francisco permaneció contemplándoles mientras se alejaban del bergantín hasta que alcanzaron la playa.

Continuara…

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