Relatos tras el café humeante | El frío de antaño

   De un tiempo a esta parte, cuando tengo la ocasión de reunirme con amigos, familiares y conocidos, incluso con mis compañeros y compañeras de trabajo durante nuestra pausa laboral diaria, no es difícil que salga a la palestra el tema de los cambios que el clima ha venido experimentando durante el transcurso de los años.

   Los que somos más o menos de la misma quinta, varios años arriba o varios años abajo, llegado el momento de hacer alusión a los inviernos vividos en nuestra niñez, siempre concluimos que eran más duros que los actuales; y eso a pesar de haber habitado toda nuestra vida en la misma ciudad junto al mar que, como regulador de las temperaturas, hace que los cambios en el tiempo atmosférico se produzcan de forma más atenuada y con menor brusquedad que en las poblaciones del interior.

   ¡Como pegaba el frío cuando éramos unos críos! Estaríamos en la última mitad de los años sesenta y, aunque vestíamos ropa de abrigo más gruesa que en la actualidad, sin olvidar las bufandas, los guantes de lana e incluso los gorros, el frío se calaba en los huesos y, si no se llevaban bien cubiertas, incluso se cebaba con nuestras orejas. Si tenemos en cuenta además, que éramos niñas y niños bien alimentados y sanos, la única explicación posible es que realmente los inviernos de antaño eran más crudos, y así nos lo viene confirmando alguno de nuestros mayores, participante también de las tertulias, al recordar la época de la que hablamos.

   Me aparto un poco del grupo para ir a la mesa y servirme algo de alcohol. Mientras lo hago, se me escapa una mirada a través del cristal de la ventana; es una bonita noche invernal. Protegido en la calidez del hogar, vuelvo junto a mis contertulios; continúan hablando del tema evocando las sensaciones percibidas por ellos a tan tierna edad. Uno de mis amigos se dirige a mí tras haber comentado un detalle y no tengo por menos que asentir en silencio porque pienso lo mismo. Doy un pequeño sorbo y me dejo llevar, sin decir nada, por esa conversación, por ese mensaje entrañable cuyas palabras parecen querer empujar mis pensamientos hacia unos tiempos pasados, bastante lejanos ya, y lo consiguen; es la magia del instante: una noche de indómita belleza, un poco de alcohol y la conversación de mis amigos.

   Y me veo frente al escaparate de una tienda de juguetes bastante grande; estoy tan cerca del cristal, que mi aliento lo ha empañado. Es un noviembre de finales de los sesenta, está oscuro, hace frío y froto mis manos enguantadas sobre mi abrigo; el reflejo de mi imagen me indica que no debo medir mucho más de cuatro palmos sobre el suelo. Mi abuelo se encuentra detrás de mí, siempre vigilante, siempre protegiéndome.

   Hay una extensa mesa sobre la que se han ensamblado las vías que conforman el largo recorrido de un tren eléctrico de juguete… no, son dos. Están en funcionamiento para que el público pueda contemplarlos. Me maravillo al ver como se mueven siguiendo la trayectoria marcada y como uno de ellos se detiene ante una barrera que se le acaba de interponer para dar paso al otro, simulando su preferencia, puesto que el primero es un tren de mercancías y el segundo lleva pasajeros. Luego la barrera se levanta para permitir la circulación del que se había detenido. El trazado incluye un par de túneles, varios desvíos y algunos cruces; el escenario por el que discurren se ha preparado con un gusto exquisito, para atraer a los más pequeños. Destaca el edificio de la estación con una figurilla del jefe de circulación, algunas casas dispersas y unos cuantos árboles, todo ello a base de maquetas de excelente calidad y realismo.

 

   Un poco alejado de ese circuito ferroviario, se puede observar uno de carreras, también completamente montado y listo para jugar, pero sin funcionar porque no hay nadie a los mandos de los dos coches de rally que lo protagonizan, sendos modelos 600 de la marca SEAT, uno de color blanco y el otro gris, cuidadosamente reproducidos y esperando, estáticos, como mudos testigos, que llegue el instante para que puedan lanzarse a la carrera, tal vez a manos de algún pequeño que los haya recibido como regalo de la noche de Reyes. Esa noche de Reyes en la que tengo puestas tantas ilusiones desde hace muchos días y tan lejana todavía…

   ¿Sera el circuito de carreras o será el tren eléctrico? ¿Tal vez otro juguete que me guste? Hago examen de conciencia y determino que tampoco me he portado tan mal durante el año.

   De nuevo dirijo mi atención a los trenes y la bonita escena que los enmarca. El viento sopla durante un momento y el frío vuelve a calarme los huesos; pero no conseguirá que deje de contemplarlos y que con ellos viajen mis ilusiones a su destino.

   Todavía soy pequeño pero estudiaré mucho y, cuando crezca, ganaré tanto dinero que podré comprarme todos los juguetes que quiera, para mí y para los niños que no puedan tenerlos; y así no deberán esperar un año entero hasta que vengan los Reyes Magos…  

   —Eh, ¿estás con nosotros? —me pregunta sonriendo una de mis amigas, quizás la mejor, mientras me hace volver desde mis recuerdos.

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