Relatos tras el café humeante | La aldea pesquera

   Una vez alcanzada la playa, dejaron la chalupa bajo la vigilancia de uno de los tripulantes y el resto se encaminó tierra adentro. A través de su catalejo, el capitán observó como dos de los miembros del grupo se separaban de los demás para avanzar por ambos flancos, ocultándose de las vistas desde un principio; uno de ellos era Mary. Francisco sonrió satisfecho; no estaba de más tomar ciertas precauciones. Minutos después, la comitiva desapareció entre los bosquecillos. ¿Realmente encontrarían una aldea tras ellos? Y, si tal sucedía, ¿estarían sus habitantes en apuros? Ordenó entonces que un par de hombres permanecieran pendientes de lo que sucediera en aquel punto de la costa donde esperaba el bote y que le avisaran en cuanto se produjera alguna novedad.

   Liderado por el segundo de a bordo Juan y dirigiéndose hacia el lugar del humo, la patrulla de reconocimiento siguió una estrecha senda bajo el supuesto de que conduciría a las inmediaciones del asentamiento. No tardaron en comprobar que no iban equivocados. Las cabañas de los pescadores estaban ardiendo y, de seguir así, pronto no quedaría nada en pie. Aunque su primera intención hubiera sido la de correr para ayudar a sofocar el fuego, todo apuntaba a que el poblado había sufrido un ataque o, tal vez peor aún, que este se estuviera efectuando todavía. Así que optaron por avanzar hacia la aldea y entrar en ella con precaución; el enemigo podría estar deambulando por ella.

   Llegados allí, la escena que se ofreció a sus ojos no resultó ni mucho menos alentadora. Parte de las viviendas estaban siendo pasto de las llamas mientras las otras habían quedado reducidas a cenizas todavía humeantes. Juan ordenó a los suyos que se dispersaran para poder cubrir mejor el área del pequeño asentamiento, pero no se encontraron con nadie que pudiera pertenecer a la banda asaltante. Sí que hallaron, sin embargo, a un grupo de mujeres reunidas en lo que sería la plaza central de la aldea. Varias de ellas permanecían sentadas en el suelo con la mirada perdida; algunas se cubrían el rostro con las manos para ocultar su llanto; unas pocas rebuscaban entre los escombros por si daban con alguien que estuviera todavía con vida; otras abrazaban a los más pequeños como si quisieran protegerlos de algún peligro que aún pudiera sobrevenir, o tal vez en un vano intento de hacerles creer que ya se encontraban a salvo y de esta forma conseguir que se tranquilizaran… Silenciosas, tristes, ya casi ausentes ante lo que les rodeaba, no repararon en la presencia del grupo de Juan hasta que uno de ellos se les aproximó con sumo cuidado para hablarles.

   —Os podemos ayudar.

   Una de las más jóvenes de entre las que estaban sentadas, aunque recelosa, fue la única que reaccionó ante sus palabras.

   —Han matado a todos los hombres… Se han llevado lo poco que teníamos y no nos queda nada…

   Juan no dejaba de observar la forma de actuar de ese tripulante. De mediana edad, era uno de los más veteranos. Después de haberse desprendido de sus armas, se arrodilló junto a ella tendiéndole la mano, manifestando de este modo su disposición a auxiliarla; y parecía que la muchacha se avenía a ello puesto que, dejándose llevar por la confianza que él le inspiraba, se la tomó para besársela al tiempo que derramaba unas lágrimas.

   —Tranquila —le susurró mientras la abrazaba —; ya estás fuera de peligro. Velaremos por ti —y añadió dirigiéndose a las demás—: Velaremos por todas vosotras.

   El primer oficial intervino entonces.

   —¿Tenéis familia en otro lugar, o alguien que pueda hacerse cargo de vosotras y los niños?

   —Suponiendo que la tuvieran —dijo Dorotea—, ¿quién querría hacerse cargo de ellas?

   Las aldeanas asintieron en silencio y agacharon la cabeza. La molinera había desvelado la amarga realidad. Muy difícil sería que un familiar o conocido aceptara cargar con alguna de ellas; y, si lo hacía, ¿cómo repercutiría ello en su nuevo día a día?

   —Llevémoslas con nosotros a nuestro bajel —propuso Suzanne con la intención de ayudarlas—. Seguro que pueden sernos de utilidad.

   El hecho de que hubiera mujeres entre la tripulación de ese barco recién llegado, causó una agradable sorpresa entre las del asentamiento pesquero; y más aún al darse cuenta de que abogaban por ellas. Les tranquilizó que los recién llegados fueran todos españoles, excepto Suzanne, que les había llamado la atención por su forma de pronunciar el castellano y por sus modales que indicaban cierto refinamiento en su forma de actuar.

   Ante esa situación, Juan, resolvió que lo más indicado era avisar al capitán para que este decidiera. Así que ordenó que un par de sus hombres volvieran con el bote, informaran a Francisco de las novedades acaecidas y, si el líder lo consideraba oportuno, se personara también en el poblado arrasado.

   Entretanto, les contó a las pescadoras que habían escapado de su cautiverio en Inglaterra y que, a bordo de un bergantín, habían navegado siguiendo la costa francesa hasta llegar a donde ellas se encontraban. Estas comentaron entonces que habían oído hablar de las andanzas de los tripulantes de ese bergantín que, a pesar de llevar bandera negra, se portaron como unos caballeros cuando comprobaron que el mercante al que atacaron no llevaba lo que ellos buscaban, ya que no le sustrajeron la carga. Esto fue una inyección de moral para los piratas al comprobar que sus hazañas empezaban a ser conocidas, y tal satisfacción condujo a que, entre todos, les relataran sus recientes aventuras. Tanto ellos como Dorotea y Suzanne, tenían cada vez más claro que las aldeanas y sus hijos debían engrosar la dotación de su barco, por el bien de todos. A ver si conseguían convencer a su capitán…

Continuará…

Deja un comentario