Relatos tras el café humeante | En la costa francesa  

   Transcurridos varios días, habían dejado atrás el Canal de la Mancha y navegaban muy cerca de la costa de La Rochelle. Francisco quería que se reaprovisionasen de plantas medicinales, pócimas y ungüentos curativos, ya que consideraba que no tenían cantidades suficientes a bordo si es que se requería cubrir una larga travesía.

   Aprovechando que Juan hablaba un correcto francés, habían ido enviando, de vez en cuando y por las noches, un bote con varios compañeros liderados por el navegante. De esta forma habían obtenido información sobre el lugar más adecuado dónde poder conseguir esa importante mercancía: la tienda de una sanadora situada en una aldea del litoral.

 

   Estando anclado su bajel muy cerca de la playa, Francisco observó desde la popa como la embarcación de remos se dirigía a ella. De buena gana hubiera ido en ella, pero los demás le habían aconsejado que permaneciera en la nave puesto que, si las cosas se torcían, no podían correr el riesgo de perder a ambos, capitán y piloto. Atendiendo a esa acertada sugerencia, decidió que se efectuase un primer reconocimiento de la zona y, si el resultado de este se mostraba satisfactorio, desembarcaría él también.

   Y así fue porque, a su vuelta, Juan le informó de que habían conocido a la propietaria de ese establecimiento, una mujer joven e inteligente, y que esta no había puesto ningún impedimento para proporcionarles lo que necesitaban, por lo que habían acordado encontrarse con ella durante la noche del día siguiente ya que, además, la sanadora tenía interés en conocer al capitán.

   —Tal vez desconfíe de nosotros —dijo Francisco—. No puedo culparla por ello.

   —No creo que sea por eso —expuso Juan—. Intuyo que quiere pedirte algo y que, tal vez, eso nos vaya muy bien.

   A raíz de las informaciones previas recibidas por el navegante y, teniendo en cuenta lo que él y sus compañeros habían podido comprobar durante su visita nocturna a la aldea, el segundo al mando dedujo que la mayoría de los que habitaban allí no se sentían muy felices a causa de algún aciago acontecimiento, más o menos reciente, que les estaba afectando. El capitán sabía que el sexto sentido de su amigo no solía ir mal encaminado, así que decidió esperar hasta la noche siguiente y escuchar lo que Charlotte, la sanadora, tenía que decirles.

   Llegado ese momento y habiéndose interesado Francisco por el pago que la mujer deseaba recibir a cambio de la mercancía solicitada, esta le sorprendió con una singular respuesta.

   —Antes de que pasemos a tratar ese asunto con respecto al cual, con seguridad, llegaremos a un buen acuerdo —comentó despacio y con tranquilidad—, desearía preguntaros algo, capitán.

   —Decidme pues.

   En silencio, Juan seguía atentamente la conversación sin perder detalle. Ella era una mujer delgada, de pequeña estatura, vestida de forma modesta y que cubría sus dorados cabellos con un pañuelo que llevaba anudado por detrás de la nuca. Su forma de hablar, a la par que sus exquisitos modales, denotaban que, a pesar de su apariencia, se trataba de una persona cultivada.

   —Os interesáis por la salud de vuestra tripulación —expuso ella—. ¿Ya disponéis a bordo de alguien que pueda dar buen uso a los productos que os voy a suministrar?

   —No os voy a engañar; no tenemos médico, ni tampoco sanador.

   —Pues sería importante que pudierais contar con uno.

   Una fugaz mirada de complicidad se cruzó entre Francisco y Juan; eran conscientes de lo que, a buen seguro, la joven estaba a punto de proponerles.

   —¿Estaríais interesada en ocupar ese puesto? —preguntó el capitán anticipándose.

   —Si os sirve de algo —añadió el piloto—, no seríais la única mujer que trabajase en nuestro barco; hay tres más.

   —Lo sé —asintió sonriendo—. Y también me consta que cuentan con el respeto y el apoyo de vos y vuestra tripulación. Las noticias corren entre las poblaciones costeras y se cuentan historias sobre cierto bergantín que, aun partiendo desde un asentamiento del Támesis, navega bajo el control de unos españoles… sin bandera.

   —Eso es algo que todavía tenemos que decidir entre todos —reconoció Francisco—: la bandera que vamos a ostentar.

   —¿Supone ello un impedimento para que naveguéis con nosotros? —preguntó Juan.

   —No —respondió ella.

   La sanadora les relató los últimos acontecimientos que estaban afectando a aquellas tierras. El nuevo señor aplicaba aumentos abusivos de impuestos que los habitantes no podían pagar y, con ello, conseguía adueñarse de los negocios y las explotaciones de la zona obligando a sus antiguos propietarios a trabajar a cambio de un estipendio mísero. Ella tampoco podría resistir mucho más, por lo que había resuelto abandonar la aldea. Disponía de un carro grande con el que podría transportar todas sus existencias hasta la playa para que después fueran almacenadas en el bergantín.

   —Ahora ya sabéis de mi delicada situación —dijo—. Si me aceptáis, formaré parte de la dotación de vuestro bajel.

   —Aceptamos, ¿no? —sugirió al piloto al capitán.

   —Sería una insensatez no hacerlo —replicó el líder—. Los servicios de una sanadora pueden sernos de mucha utilidad.

   Ella otorgó con una ligera reverencia al tiempo que dibujaba una sonrisa. Escaparía de las garras de su señor y realizaría sus labores entre aquellos marineros que sabrían apreciar su experiencia.

   Francisco y sus compañeros la ayudaron cargando todas las plantas, ungüentos, pócimas y demás mercancías medicinales en el carro que ella tenía escondido en un cobertizo detrás de la pequeña casa de dos plantas en la que, además de la tienda, tenía su vivienda. Luego se marcharon tras haber acordado encontrarse de nuevo con ella, al amanecer, en un discreto rincón de la playa.

   Pero, cuando ese momento llegó y el capitán y varios de los suyos aguardaban la llegada de la joven en su carro, vieron que ella no venía sola; le acompañaba otra mujer. Cuando el vehículo tirado por dos mulas se detuvo, contemplaron a la que iba con ella;  contando tan solo algún año más, era esbelta rayando en la delgadez, sus cabellos negros descubiertos ondeaban al viento, destacaba su tez blanquecina y vestía como una dama.

Continuará…

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