Todavía quedaba tiempo para que la princesa de los mercenarios se viera envuelta en alguna aventura más antes de dejar el lazareto tras su recuperación. En esta ocasión, el aroma que partía de mi taza de café caliente fue el que me indujo a imaginar lo que podrían ser otras de sus andanzas…
Aquella mañana se había levantado gris y no parecía querer iluminarse, pero eso no impidió que ella saliera a pasear por los alrededores del lazareto en busca de ese sosiego que tanto bien le estaba haciendo en los últimos días. Encontraba un cierto encanto singular en las tonalidades que ese sol apagado confería a todo lo que le rodeaba: casas, arbustos, hierba al borde del camino e incluso al camino mismo. La humedad retenida en el suelo hacía que el sonido de sus pasos se prolongara un instante, tan solo una fugacidad.

Y, su deambular cargado de curiosidad por todo lo que veía, le hizo alejarse un tanto de los itinerarios que solía tomar. Sin darse cuenta, se plantó muy cerca de la linde de un hermoso bosque.
Cubriendo una vasta extensión y formado en su totalidad por unos robles de extraordinaria belleza, esa foresta pareció atrapar todos sus sentidos. Había oído hablar de un paraje así a los habitantes de la zona, un lugar que debía ser preservado a toda costa… ¡El bosque vedado! Se contaban muchas historias de lo que había en su interior y también de quien vivía en el corazón del mismo. Quizás parecieran leyendas de las que se habla durante las noches alrededor del fuego y, sin embargo, las gentes del pueblo cumplían a ultranza esa prohibición. Ni tan siquiera estaba permitido talar uno solo de esos árboles para que luego el artesano pudiera trabajar su excelente madera y dar lugar a una verdadera obra maestra. Y, con todo, corrían ciertos rumores sobre aquellos a los que sí les estaba permitido hacerlo: los agotes. ¿Cómo si no iban a tener esa fama de virtuosos artesanos de la madera? Pensó que se trataría de una patraña más de entre las urdidas para mantener la mala fama atribuida a esa raza maldita.

En esto andaba ensimismada cuando, de improviso y saliendo del bosque, apareció un grupo de agotes transportado a alguien en una camilla improvisada. Vestían el atuendo tal como estaban obligados, con el distintivo de la pata de ánade sobre el pecho, a la altura del corazón, y también en la espalda; no portaban campanillas para avisar a la gente a su paso, pero esgrimían unas características varas de madera… de las que ella también había tenido ocasión de escuchar cosas… y eso la inquietó, aunque solo en su justa medida; nunca se había dejado llevar por las leyendas y las supersticiones, a pesar de que las respetaba. Resolvió que lo mejor sería dirigirse a ellos, así que se les aproximó. Las sombras de sus capuchas cubrían sus rostros de tal forma que solo dejaban ver su boca y barbilla.
—¿Cómo es que no lleváis vuestras campanillas? —preguntó.
—No podríamos pasar desapercibidos con ellas —le respondió uno.
—¿Desapercibidos?
—Sí —replicó otro—. Nos impedirían cumplir con nuestra misión.
—¿Vuestra misión? —insistió llevada por la sorpresa.
—¿Podemos explicártelo por el camino? —interrumpió alguien del grupo al que, por la voz, reconoció como mujer— Necesita que le ayudemos con presteza —añadió señalando al hombre herido que iba sobre la camilla.

—Tenéis razón —reconoció—. Podemos llevarle al lazareto donde atienden mi afección.
—Ya lo he intentado en dos de los lazaretos… —dijo no sin esfuerzo el maltrecho fugitivo que parecía haber sido alcanzado por una flecha— No han querido ayudarme cuando han sabido…
Quedó inconsciente.
—¡Tiene mucha fiebre! —advirtió la agote.
—Vayamos a donde os he dicho —resolvió la princesa de los mercenarios—. Allí le atenderán.
—Muy segura estás tú —replicó uno de ellos.
Entonces ella se arremangó para mostrarles sus brazos sin mácula alguna. Les contó que había acudido a ese lazareto para curarse del fuego de San Antonio y que el médico que lo dirigía era, aparte de sabio en sus materias, una persona de buena voluntad. Los agotes reconocieron al punto que les estaba hablando del galeno llegado de oriente y esto les convenció.
Mientras se ponían en marcha, le relataron la historia del huido. Al parecer lo habían estado persiguiendo desde que dejara el lugar donde vivía en tierras castellanas, y seguían hostigándole una vez cruzada la frontera. Ignorante sobre todo lo relacionado con el bosque vedado, optó por refugiarse en él para despistar a sus enemigos. Eso le hubiera supuesto un fatal desenlace de no haber sido porque ellos lo habían localizado a tiempo de sacarlo de la fronda antes de que llegara a sufrir un percance.
—Nos encargamos de salvar las vidas de los pobres incautos que se internan en el bosque prohibido sin saber a lo que se exponen —expuso la mujer agote.
—Sí —añadió otro—; y de darles lo suyo a los que lo hacen por engordar su bolsa o incluso por algo peor.
—¿Algo peor? —se interesó la mercenaria.

—Danos tiempo —dijo un tercero—. Acabas de conocernos.
—De momento —intervino de nuevo la mujer—, te bastará con saber que no somos agotes como los demás.
Se dio cuenta de que realmente no lo eran. Patrullaban por el bosque vedado para salvaguardarlo y proteger lo que se albergaba en su interior. No aparentaban sumisión, resignación e incluso miedo, como el resto de su colectivo; más aún, tenían personalidad propia y eran conscientes de la importancia de su labor.
Y todavía tendría la ocasión de aprender alguna cosa más sobre ellos porque, de camino al lazareto, uno de los agotes que marchaba en retaguardia, avisó de que se estaba aproximando un numeroso grupo de jinetes. Rápidamente, varios corrieron con la camilla hasta el interior de una espesa arboleda, donde quedaron ocultos mercenaria y herido, al tiempo que el resto vigiló el camino hasta que se les incorporaron sus compañeros. Los jinetes no tardaron en plantarse ante ellos.
—Vamos tras las huellas de un traidor —informó el que parecía ostentar el mando—. ¿No habéis visto por aquí a alguien que os haya llamado la atención?

Los agotes se encogieron de hombros. En el escondrijo, el fugitivo movió un brazo presa del delirio pero no articuló palabra. La princesa de los mercenarios permanecía presta a tapar su boca con la zurda mientras palpaba con su diestra la empuñadura de la daga que siempre llevaba oculta entre sus ropas. Los perseguidores insistieron.
—Está herido —desveló uno de ellos—; le alcanzamos con una de nuestras flechas. Debería haber muerto ya, pero es duro de pelar.
Los agotes continuaron dando a entender que ellos no habían visto nada fuera de lo normal. Fue entonces cuando uno de los jinetes pareció vislumbrar algo que lo hizo palidecer. Se adelantó hasta situarse junto a su jefe.
—¡¿No os habéis dado cuenta?! —exclamó aterrado— ¡Son agotes! ¡Mirad los símbolos que llevan sobre sus ropas!
—¿Agotes? —reaccionó el que mandaba— ¿Qué significa eso? Nunca oí hablar de ello en las tierras de donde vengo.
¿Quién era ese fugitivo y por qué lo perseguían aquellos hombres armados?
¿Cómo saldrían de esa comprometida situación la princesa de los mercenarios y sus nuevos amigos?
Estas y otras preguntas tendrán respuesta en la entrada de la semana próxima. Mientras tanto, disfrutemos de lo bueno que nos pueda deparar la presente.