Relatos tras el café humeante | El rompeolas 

   Sucedió hace mucho tiempo, durante mi niñez. Era una mañana gris. Estábamos en el rompeolas, ese largo espigón que protegía las embarcaciones amarradas en el puerto. Aunque no llovía, el viento soplaba con fuerza provocando la furia de las aguas que, estrellándose contra las rocas, saltaban por encima de aquella barrera protectora y caían sobre los pocos osados que se atrevían a permanecer en el extremo final de aquel estrecho paseo.

   Nosotros nos manteníamos a una distancia prudencial y, sin embargo, podíamos otear el punto donde terminaba el espigón y un poco más lejos, donde varios pequeños barcos pesqueros se afanaban para poder llegar a las calmadas aguas de la zona portuaria; difícil tarea en ese momento. El viento los empujaba paulatinamente hacia las rocas y ellos se veían obligados a poner en juego toda la potencia de su motor para compensarlo y poder seguir enfilando la bocana. ¿Lo conseguirían? No existía certeza sobre ello cuando, en ese instante, avanzaban progresando con lentitud; haría falta un tiempo para poder llegar a comprobarlo.

   Me fijé entonces en otro pequeño pesquero situado junto al final del rompeolas, muy cerca de él, peligrosamente cerca intuí. Escudriñé con cuidado; parecía estar debatiéndose entre dos aguas; su intento de llegar a buen puerto no había tenido éxito; tal vez le había fallado el motor…

   Me aproximé unos metros más para poder distinguirlo mejor. Alguien, posiblemente sus tripulantes, habían conseguido amarrarlo de forma que quedase a una distancia segura de las rocas; era de esperar que intentasen volver a ponerlo a flote cuando el tiempo amainase. Lo observé detenidamente; aparentaba estar intacto aunque, como yo solo podía ver su lado de babor, cabía la posibilidad de que tuviera una brecha por el costado contrario.

   De improviso noté como mi padre me sujetaba por un brazo obligándome a retroceder sobre mis pasos.

   —¿Quieres que una ola te arrastre? —me reprendió con razón.

   Instantes después, una de esas olas embravecidas se precipitó contra el espigón y, superando la altura de este, dejó caer sus aguas sobre la estrecha zona para viandantes duchando de forma copiosa a un grupo de jóvenes, chicas y chicos, a los que sorprendió desprevenidos. Afortunadamente, la fuerza del agua no había sido lo suficientemente intensa como para derribarlos y ni mucho menos llevárselos hasta otro punto; se habían mantenido agachados cubriéndose unos a otros intentando protegerse. Superado el susto, rompieron a reír al tiempo que se sacudían sus ropas mojadas. Luego abandonaron el lugar a la carrera. Me imaginé que irían a cambiarse y ponerse prendas secas, opción de lo más aconsejable porque hacía bastante frío.

   —Ya has visto lo que puede pasarte —dijo mi padre mientras yo me limitaba a asentir en silencio.

   Permanecimos un rato más contemplando los alrededores desde un lugar donde no podían alcanzarnos los efectos del oleaje. Los familiares y amigos que nos acompañaban parecían disfrutar con la experiencia. Entonces me di cuenta de que ya no divisaba al pequeño barco; posiblemente había terminado de hundirse a pesar de estar fuertemente amarrado. Aprovechando que el viento ya soplaba de forma un tanto disminuida, convencí a mi padre para que nos aproximásemos de nuevo al pequeño pesquero zozobrado.

   Allí estaba, sumergido bajo un par de metros de agua a lo sumo, y mostrando su flanco de babor, como si descansara sobre un lecho invisible que impidiera que se hundiera a mayor profundidad, cosa que, de forma inconsciente, agradecí. Algo importante había cambiado: estaba quieto; ni tan siquiera el oleaje lo hacía moverse; que diferencia en comparación con la ocasión anterior en la que pude verlo por primera vez mientras forcejeaba entre dos aguas, luchando contra los elementos y vendiéndose muy caro a pesar de estar herido.

   Observé el parabrisas y el cristal lateral de la cabina que albergaba los mandos y el timón. Estaban indemnes, limpios. El barquito parecía mirarme con ellos y, de alguna forma, me decía que ya no estaba sufriendo, que se encontraba tranquilo y que no me preocupara porque el viento pronto dejaría de soplar de esa forma tan virulenta y sus tripulantes lo sacarían del agua para repararlo… para volver a navegar.

   Escudriñé a mi alrededor. Unos pasos más allá, varios hombres de la mar aguardaban pacientemente sin perder de vista el pesquero; seguro que se trataba de los que trabajaban con él. Me alegré al comprobar que lo custodiaban a la espera de poder actuar.

   —No le va a pasar nada malo —me dijo mi padre. Y, añadió mirando a los pescadores para que le oyeran—. Esos señores se encargarán de sacarlo del agua cuando el tiempo mejore, ¿verdad?

   —Así será —respondió uno de ellos—, si Dios quiere.

   Una sensación de alegría me invadió al tiempo que el pescador y mi padre se miraban entre ellos sonriendo.

   Finalmente, y a pesar de que yo me hubiese quedado para poder ser testigo del rescate del barco, nos despedimos de ellos y regresamos al lugar donde se encontraban los demás familiares que seguían disfrutando con todo lo que sucedía. No recuerdo a quién se le había ocurrido visitar la zona portuaria del rompeolas en un día con tal mal tiempo; posiblemente ya lo habían decidido de antemano y no se esperaban que el viento se comportase como lo estaba haciendo; al fin y al cabo, como no llovía… Entonces, una de mis tías me dio otra buena noticia.

   —Los barcos que intentaban llegar al puerto ya lo han conseguido. Todos ellos.

   ¡Lo habían logrado! Eso sí que era todo un acontecimiento. Menuda historia tendría para contársela a mis compañeros de la escuela.

   Aquel día comimos en casa de mis abuelos. Tras la sobremesa, me fui al cuarto de costura de mis tías, lejos de la tertulia que mantenían mis mayores, y me entretuve ojeando unas revistas de moda y patronaje de las muchas que allí se amontonaban. Los rayos de sol que penetraban a través de los cristales del balcón incidieron sobre mi rostro y me hicieron reaccionar. Me acerqué al ventanal y observé el exterior: calles, edificios, árboles en la acera… El tiempo había cambiado radicalmente para bien. Pensé en el pequeño barco pesquero y sonreí. A esas horas, ya lo habrían rescatado del agua y estarían reparándolo…   

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